Deber de memoria

Enrique Florescano ( Ver todos sus artículos )
Nexos enero 2010

Durante siglos los historiadores vieron en la memoria el rincón privilegiado donde se almacenaban los recuerdos de los antepasados y el medio eficaz para mantenerlos vivos en el presente y transmitirlos a la posteridad. A la inquisición de los historiadores se ha sumado la de los filósofos, quienes continuaron esas reflexiones y agregaron un tema nuevo: el sentido ético y moral que, según su apreciación, va adherido a la memoria. Así, Paul Ricoeur, al reflexionar sobre la disposición del conocimiento histórico para vincularse con seres y acontecimientos distintos a los propios, descubre en esa inclinación un sentido de justicia. “El deber de memoria —dice— es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro, distinto de sí.” Puesto que “debemos a los que nos precedieron una parte de lo que somos”, concluye que el “deber de memoria no se limita a guardar la huella material, escrituraria u otra, de los hechos pasados, sino que cultiva el sentimiento de estar obligados respecto a estos otros […] que ya no están pero que estuvieron. Pagar la deuda, diremos, pero también someter la herencia a inventario”.1


Por su parte, el filósofo Avishai Margalit considera que la memoria pertenece a la ética antes que a la moral (“Memory belongs primarly to ethics, not to morality”).2 Distingue entre las relaciones fuertes propias de la ética, aquellas que nos involucran con parientes, amigos, amores y paisanos, y las relaciones que nos ligan con los seres humanos en general y llamamos morales.3 Margalit privilegia las comunidades unidas por una ética de la memoria donde la preocupación mayor es el interés por el otro, a quien debemos atención y cuidado. En tanto ética que nos relaciona con los seres cercanos y en tanto principio moral que nos une con la humanidad en general, la memoria nos impone deberes con el pasado.4

rebelionJeffrey Blustein va más allá del camino recorrido por Margalit. Dice que en muchos casos el “recuerdo puede ser imperativo”. La memoria, al ligarnos con el pasado, “nos hace conscientes del paso del tiempo y en esa medida nos responsabiliza con él”.5 Considera que la memoria participa en la formación de la identidad, pues “preserva y rescata para nosotros las experiencias, acciones y relaciones pasadas, y de esta manera contribuye a darle sentido a nuestro ser”. Es el factor decisivo en la formación de la identidad tanto “personal como de pueblos y naciones”.6 La memoria, al “mantener y realzar la cohesión social, contribuye a fortalecer los lazos que unen a sus miembros uno con el otro, y por estas características se convierte en un imperativo moral, en un deber para con los otros”.7

Las fechas 1810, 1910 y 2010, antes que urgirnos a celebrar, imponen la obligación moral de recordar verazmente lo que los mexicanos obraron en esos 200 años de historia transcurrida. El imperativo moral de recordar los acontecimientos que forjaron el presente que hoy vivimos se acrecienta porque ambas efemérides se refieren a los procesos que fundaron la entidad que recibió el nombre de República mexicana, y al proyecto de Estado-nación que surgió en 1910 y se plasmó en la Constitución de 1917. Se trata, nada menos, de los movimientos fundadores del Estado moderno y del proyecto colectivo de nación que hoy, aun cuando los vemos tambalearse, son los pilares que sostienen la casa grande que habitamos.

República y nación son proyectos sustentados en el principio moral de vivir unidos respetando el derecho de los otros con el fin de edificar un conjunto social que mejore las condiciones de vida de todos. Bajo distintas circunstancias éstos fueron los principios que animaron a nuestros antepasados a construir una República independiente y un Estado nacional dedicado a promover el bienestar de los mexicanos con independencia de sus orígenes, su condición étnica, económica o cultural, o sus preferencias religiosas o políticas.

En la medida en que somos hijos del proyecto colectivo que despuntó en 1810 y fue ratificado en 1910, los mexicanos del siglo XXI tenemos el compromiso moral de recordar esos orígenes y transmitir su legado a los ciudadanos de hoy y de mañana. Los objetivos que movieron a los padres fundadores se mantienen vigentes: República federal, Estado laico asentado en principios democráticos, garantías individuales, igualdad de derechos y oportunidades, e irrestricta participación ciudadana en los asuntos públicos. A estos principios liberales la Constitución de 1917 y nuestra historia reciente sumaron los derechos sociales y la aspiración de erradicar la pobreza, educar a todos, el imperativo de producir riqueza para satisfacer los rezagos de las mayorías marginadas, vigencia del Estado de derecho, la demanda de equidad y la premura de enfrentar los peligros que amenazan la calidad de vida de las próximas generaciones.

La conmemoración de ambas efemérides invita a una afirmación de la República entendida como entidad política y moral, y a ratificar el pacto federal que nos dotó de un ser histórico unitario. La Constitución de 1917 formuló un pacto de unidad nacional al incluir a los diversos sectores sociales en su proyecto político, un pacto que el discurso conmemorativo de 2010 está obligado a refrendar. La conmemoración de la Independencia y de la Revolución de 1910 es la mejor oportunidad para infundirle nuevo aliento al proyecto de construir una nación socialmente integrada, formada por ciudadanos activos y participativos en los asuntos públicos, amparados por un Estado que efectivamente proteja sus derechos individuales y colectivos.

A un año de conmemorar efemérides de tal trascendencia simbólica y política, el panorama actual aparece nublado. A nivel nacional, el nombramiento de cuatro personas que tuvieron en breve tiempo el cargo de organizar los festejos se ha traducido en la ausencia de un programa sustantivo, apoyado conjuntamente por los gobiernos estatales, municipales, secretarías de Estado, organismos federales, Congreso de la Unión, etcétera. A pesar de que tanto el movimiento de Independencia como la Revolución de 1910 tuvieron orígenes regionales y culminaron en pactos que fortalecieron el federalismo y la integración de la República, los festejos del Bicentenario aparecen confinados al ámbito capitalino y al discurso mediático, como vimos en las ceremonias del pasado 15 y 16 de septiembre.

Comparados con los actos que en el pasado celebraron los 200 años de la Revolución francesa, o los 200 años de la Independencia de Estados Unidos de Norteamérica, o para no ir más lejos, las fiestas del Centenario organizadas por el presidente Porfirio Díaz, los preparativos de nuestros centenarios parecen tardíos, pobres en imaginación y faltos de proyección nacional y perspectiva de futuro. Algunos atribuyen el desaliño de los trabajos de la actual comisión organizadora a la circunstancia de ser parte de la administración panista que nos gobierna.8 El historiador Luis Medina Peña afirma que el desencuentro entre la recordación de los centenarios y la comisión responsable de conmemorarlos tiene su explicación en el hecho de que una elite política “formada en una Historia Patria conservadora dirige a un país formado en una Historia Patria liberal y revolucionaria”.9 Otros críticos aducen que la incompetencia y la desorientación de la actual coordinación nacional han contribuido a menoscabar la conmemoración y a convertirla en un diluido compromiso de gobierno antes que en una celebración de la República y la nación.10

Pero no sólo es la comisión organizadora oficial la que descuida o mal cumple sus tareas. Los costosos y ensimismados partidos políticos que dicen representar a los ciudadanos prácticamente están ausentes de la conmemoración que históricamente los explica y sustenta. A estas alturas, cuando falta un año para los festejos, ignoramos los programas que los partidos habrían debido elaborar y publicitar para celebrar los acontecimientos que a través de intensos debates, cruentas batallas y el sacrificio de vidas y generaciones enteras, fraguaron el Estado y las disposiciones legales que definen las facultades y funciones que hoy detentan los miembros de ambas cámaras. La ausencia de compromiso de los representantes políticos con los preparativos para conmemorar los centenarios es un ejemplo más de la distancia que hoy separa a nuestra casta política de los intereses nacionales. Pero no sólo han creado ese foso que los separa de los ciudadanos. Tampoco nos comunican con el exterior. Alarma observar que al enfrentar la crisis económica más grave de la época contemporánea, las cúpulas políticas permanecieran encerradas en sus propias elucubraciones, sin convocar a los líderes y expertos internacionales para analizar sus consecuencias y prever las estrategias del futuro.

Debemos a algunos de los representantes de los partidos políticos la incontinencia de producir mayor confusión y desencanto en las conmemoraciones centenarias. Algunos de ellos hicieron público su extravío al preguntar “¿Qué celebramos?”, o cuando llanamente afirmaron que “no tenemos nada que celebrar en 2010”. Estas declaraciones confirmaron el temor de los historiadores a los juicios anacrónicos y fuera de contexto que suelen prodigarse en las efemérides del calendario nacional. Al recordar la manipulación recurrente que hace el gobierno en turno de las efemérides, los símbolos y los héroes nacionales, los historiadores expresaron su rechazo al “ ‘presentismo’, el anacronismo y la descontextualización (tres formas distintas para aludir a la subordinación del pasado a los valores, los intereses y los objetivos del presente)”.11 Ante los fallos e irresoluciones de la convocatoria oficial, y frente a la actitud de los partidos, no resulta extraño que los historiadores afirmen su decisión de mantener “nuestro oficio” a “un lado del foro y del circo conmemorativo”.12

Cada quien se hace cargo de sus propias responsabilidades. Los recuperadores del pasado están cumpliendo con la suya. En su renovado asedio al proceso que culminó en la Independencia derrumbaron los mitos nacionalistas que habían distorsionado la interpretación del proceso insurgente, sacaron a la luz nuevos yacimientos documentales y al incorporar los instrumentos analíticos de la ciencia política, la economía, el derecho y la sociología, presentan hoy una imagen más rica y compleja de la Independencia, insertada en el decurso de los movimientos ideológicos y políticos que atravesaron el mapa de Iberoamérica. Gracias a estos estudios disponemos de una caracterización de los distintos actores que participaron en ese movimiento y de una explicación clara del proceso ideológico que llevó de la demanda de autonomía a la separación política, la Independencia y el nacimiento de la República.13

Una tarea semejante cumplieron los historiadores atraídos por los fuegos que prendió la Revolución iniciada en 1910. Desde la segunda mitad de ese siglo los seguidores de Clío desentrañaron las raíces profundas de la rebelión campesina (John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana), popular (Friedrich Katz, Pancho Villa), multiclasista (Alan Knight, The Mexican Revolution), y dieron cuenta de las resistencias y erupciones armadas contra los gobiernos revolucionarios (Jean Meyer, La Cristiada). Estas obras ratificaron la impresión primera de que en ese movimiento intervinieron diversos grupos, intereses e ideologías que lo convirtieron en el mayor vuelco político y social de su tiempo. Un estallido proteico que conmocionó a todos los sectores sociales y que al extenderse por el territorio adquirió la dimensión de un movimiento nacional, como lo muestran las numerosas indagaciones regionales que no cesan de publicarse.14 Este torrente de artículos, ensayos y libros culminó en una definición clasificatoria casi generalmente aceptada: no mera rebelión, sino Revolución con mayúsculas, promotora de un cambio radical en la estructura política, económica y social, que se plasmó en la Constitución de 1917.

Las reformas agrarias, laborales y educativas, la afirmación del laicismo, el indigenismo y el nacionalismo económico de los años de 1920 a 1940, impulsaron una transformación tan profunda que de inmediato tomó la forma de nuevas mentalidades, símbolos e imaginarios.15 Bajo el impulso mesiánico de José Vasconcelos, el secretario de Educación (1921-1923), la enseñanza, el libro, la biblioteca, la música y la danza, las artes populares y el maestro rural se volvieron símbolos de la regeneración nacional y del impulso creativo que recorrió el país. La combinación entre el cambio profundo de la realidad y su reflejo en la educación, las artes, la poesía y la literatura, hicieron emerger una nueva identidad de la nación. Como escribió Octavio Paz:

La revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae los fundamentos del nuevo Estado […] La revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre […] La revolución es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas […] ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser.16

La idea de nación creada por los gobiernos emanados de la Revolución se asentó en el reconocimiento del pasado indígena, la cultura popular (artesanías, música y tradiciones campesinas y rurales), en la reforma educativa, el reparto agrario y el nacionalismo económico. Del mismo modo que la nación liberal forjada en el siglo XIX fue una construcción imaginaria, la patria nacionalista creada en la primera mitad del XX fue obra de políticos, músicos, pintores, poetas, novelistas, folkloristas, periodistas, cineastas… Una imagen que invadió el imaginario mexicano y que se difundió por el mundo bajo la forma de “una imagen imperial”. Como dice Mauricio Tenorio, “en la década de 1940 México vendía charros, haciendas, bucolismo y, por otro lado, productos profundamente urbanos, amalgamas mexicanas que con la radio y el cine hicieron de México lo más cercano a un imperio cultural; es decir, boleros, ficheras, Cantinflas, danzones y tangos proyectados desde ‘la voz de la América Latina desde México’ ”.17
La eclosión de demandas largamente reprimidas y su expresión en sueños, utopías, planes, convenciones y constituciones, hicieron de la Revolución un legado trascendente. Carlos Fuentes lo resumió en una frase: “La revolución como autoconocimiento es el legado más perdurable de esos años creadores”. Es el legado que “continúa moviendo a las artes, la literatura, la psique colectiva y la identidad nacional de México más que ningún otro factor de la Revolución”.18 Por eso en nuestros días Madero, Zapata, Villa y otros héroes siguen vivos en la imaginación popular. Por ello “la Revolución con mayúsculas, la de las clases populares”, sigue gozando de legitimidad, y continúa “siendo fuente inagotable de símbolos”.19

Las metas propuestas por los historiadores para conmemorar 200 años de independencia y 100 años de revolución están bien definidas: revalorar críticamente esos acontecimientos fundadores, ubicarlos con precisión en su contexto histórico, y transportarlos a nuestro presente para considerar, con la perspectiva del tiempo, su significado y proyección actuales. Proponen los historiadores mirar con ojo crítico los mitos fundacionales, el nacionalismo, el mestizaje y nuestro esquizofrénico panteón de héroes y villanos.20 La historiografía, como sabemos, reincide en la revisión y reinterpretación constante del pasado. Tan sólo en los últimos años hemos descubierto una “patria criolla”, una “patria mestiza”, y desde 1990 aparecieron libros que sostienen que las patrias liberales de América Latina fueron un error porque impusieron una homogeneidad racial y cultural que llevó al exterminio de culturas y etnias. En todos estos casos no se cuestiona la nación, “se le redefine”.21 También se acepta hoy que el pasado, la Patria, la Nación o la Revolución no son patrimonio de historiadores o de la elite académica. Menos del gobierno en turno, por más que éste, sea cual fuere su color partidario, se empeñe en presentarse como encarnación de esos símbolos.

Otros analistas lamentan que el gobierno actual no tuviera los arrestos para convocar a los países latinoamericanos que conmemoran también sus independencias a reflexionar juntos sobre el legado recibido y las estrategias para el futuro. Con todo, no hay mal que por bien no venga. Ante la falta de iniciativas y liderazgo de la comisión oficial de las conmemoraciones, los municipios, las regiones y los estados de la federación han procedido a realizar sus propias celebraciones, pese a la ausencia de los recursos soñados. La mejor prueba de que la Patria, la Nación o la Revolución no son propiedad ni de los historiadores ni del gobierno, es la multiplicidad de acciones, actos, proyectos y festivales que se organizan en los pueblos y ciudades de la República.22 Entre ellas deben mencionarse las celebraciones que de manera independiente ha programado el gobierno de la ciudad de México.

En septiembre de 1910 Porfirio Díaz se pensaba no sólo presidente de la República, sino encarnación viva de la Nación. Con esa representación celebró el centenario de la Independencia con un derroche de monumentos, creación de instituciones públicas (la Universidad Nacional, el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología), congresos, festivales, desfiles, ceremonias y verbenas populares.23 En 2010 la situación es muy diferente. Ni el gobierno puede convocar a las fuerzas políticas, económicas y mediáticas beligerantes, ni hay recursos para festejar en grande.24 Entonces, ¿cómo celebrar?

En primer lugar debemos hacer a un lado las tesis derrotistas y maniqueas, el hábito de culpar de nuestros males a la Conquista, los virreyes, los conservadores, el capitalismo y otros entes demoniacos que traicionaron o desviaron los propósitos de igualdad, justicia y reparto equitativo de la riqueza que proclamaron los verdaderos héroes libertarios y revolucionarios. Los 200 años transcurridos están jalonados de logros sustantivos (la fundación de la República, la conquista de la representación política, la emisión de leyes iguales para todos, el Estado laico, la integración de la diversidad territorial, étnica y económica en un todo político regido por el derecho, etcétera). Entre 1910 y 1917 ejércitos populares y ciudadanos revolucionados derrocaron un régimen oligárquico y dieron paso a un nuevo Estado, nacionalista, corporativo y poco democrático, es cierto, pero que sin embargo puso las bases de un periodo prolongado de estabilidad social y desarrollo económico sin precedentes. Entre 1920 y 1960 el Estado que surgió de esa revolución promovió el tránsito de un país rural a otro urbano, e impulsó una de las modernizaciones más impresionantes de la historia contemporánea. Estos avances en el desarrollo social, económico, educativo y cultural son reales y deben valorarse por sí mismos, al igual que sus insuficiencias y aspectos negativos.25 He aquí una tarea bicentenaria: hacer un balance equilibrado y objetivo de 200 años de historia.

Está bien que los historiadores revisen y valoren el pasado. Es su tarea. Pero las circunstancias actuales imponen pensar el presente mirando al futuro. En un libro brillante, que por seguro suscitará reflexión y polémica, Mauricio Tenorio columbra propuestas constructivas y plausibles. En lugar de centrar los festejos en la capital, sugiere multiplicar la conmemoración en las diversas ciudades del país, incluidas las de Los Ángeles y Chicago. “Además de las celebraciones del Estado y organizaciones civiles, podrían organizarse reflexiones colectivas sobre lo que de México tiene el mundo, y lo de mundial que tiene y ha tenido México por más de cuatro siglos”. Con respecto a la participación de los historiadores propone una “reflexión que permita crear no la conciencia patriótica recompuesta y adaptada a 100 años más del heroísmo nacional, sino una que enseñe los errores, las infamias, los mecanismos, los motivos que han llevado en 200 años a pensar la nación de una u otra manera”. Y si el centenario de la Independencia celebró la fundación moderna de la Universidad Nacional, Tenorio invita a empujar en 2010 “dos proyectos: la refundación de la educación pública en México, y la creación” de un Instituto Internacional donde “intelectuales y científicos del mundo estudien y convivan en México y que sirva de ventana del mundo en México, y [de] visión informada sobre México, más allá de los círculos tradicionales del mexicanismo local e internacional”. Pero, sobre todo, que 2010 sea “el banderazo de una gran revolución educativa y tecnológica de México”.26

Diversas voces demandan no quedar en la mera revisión y recordación del pasado, y piden aprovechar las conmemoraciones para avizorar el futuro, “discutir qué queremos en el próximo centenario”.27 “En 2010 hay que celebrar futuros posibles, no utopías místicas o revolucionarias. Así se podría utilizar el 2010 para una grandísima reflexión sobre la desigualdad y sus soluciones a futuro. Grandes concursos internacionales, pero no para regodearse en utopías, sino para discutir programas de reforma fiscal, de revolución educativa, de justicia […] de la desigualdad […], de esta inequidad feudal […] Que se llame a concursos de ideas, de planes, como las competencias internacionales que se hicieron para las grandes construcciones del centenario de 1910 […] Nos faltan ideas: si 2010 queda al menos como un año de ideas, no habría sido un año perdido”.28 Si los mandatarios en funciones y los partidos no rinden cuentas del estado real de la nación, ni trazan el rumbo del futuro, convoquemos entonces a la ciudadanía a realizar el inventario de la República y a proponer las metas imprescindibles para darle cauce nuevo al proyecto colectivo grande que nació hace 200 años. Démosles voz a los jóvenes para presentar sus propuestas de futuro. Convirtamos la tecnología digital que ellos manejan en palanca para reformar la educación y fortalecer las virtudes ciudadanas.

Perspectiva 2010

La cruda realidad del día nos dice que hoy tenemos un país partido social y políticamente en tres bloques distanciados uno del otro. Nuestro Estado es reproductor de desigualdad e inequidad;29 su ineficiencia le ha hecho perder legitimidad ante los ciudadanos, y para colmo está asediado por temibles poderes internos (los llamados fácticos) y externos (el narcotráfico), y en quiebra. Y sin embargo es lo que más necesitamos. “Del Estado sólo podemos esperar que sea lo menos malo posible, pero que sea”.30

Estas circunstancias y la fatalidad de la fecha conmemorativa, 2010, han disparado el análisis de lo realizado en los 200 años transcurridos y puesto en el orden del día las perspectivas de futuro. Los pronósticos van desde el próximo estallido social,31 hasta la prospección de horizontes nunca antes contemplados por el nacionalismo encerrado en la jaula territorial y sus fronteras. Hoy el mundo es global y diversos autores proponen integrarse a él, sea por la vía hispanoamericana con la que nos unen lengua, historia y tradiciones comunes, sea por la vía de la realpolitik, con Estados Unidos y Canadá, con el norte, el polo hacia el que inexorablemente hemos gravitado desde hace más de 200 años de intercambios recíprocos.32 Recordemos, una vez más, que para avanzar hacia el futuro hay que romper con los fardos del pasado, como lo hicieron nuestros antecesores en la Independencia y más tarde en la Revolución de 1910.

Unánimemente, los autores que tratan el presente y las perspectivas de futuro consideran la pobreza en que viven más de 50 millones de mexicanos el tema más lacerante y culposo de nuestro tiempo. Una culpa histórica, pues hunde sus raíces en el pasado prehispánico y se prolonga y crece en los tres siglos de virreinato y los últimos 200 de existencia republicana. Más amenazante ha crecido en los últimos años la desigualdad. Un legado que, una vez más, corre el riesgo de ser transferido a las próximas generaciones si en lugar de arrojar culpas al vecino, al rival político o al enemigo ideológico en turno, no llegamos a un acuerdo nacional de todas las fuerzas para trabajar unidos en su erradicación. No puede olvidarse que en los siglos transcurridos esas mayorías explotadas y miserables participaron decisivamente en la construcción de lo que hoy llamamos patria, nación o Estado nacional.33

Concluyo con la palabra del recordado historiador Luis González a propósito de los centenarios:

El grito de Hidalgo del futuro próximo debe ser: ¡Señores, no hay más remedio que ir a remover supervivencias, encarcelar residuos y enterrar mártires! […] Las consignas deben ser: no más supervivencias inútiles o perjudiciales; no más basura fuera de su lugar; no más remembranzas encendedoras de odios, suspicacias y quejumbres; no más historias con aspecto de puñales.34 n

1 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Ediciones Trotta, 2001, p. 121.
2 Ethics of memory, Harvard University Press, 2002, p. 38.
3 Ibíd., pp. 7 y 37.
4 Véanse a este respecto los comentarios de Jeffrey Blustein sobre la obra de Margalit en The Moral Demands of Memory, Cambridge University Press, 2007, pp. 204-211.
5 The Moral Demands of Memory, pp. 34 y 38-41.
6 Ibíd., pp. 44-44.
7 Ibíd., pp. 48 y 180.
8 Véase, por ejemplo, el artículo de Soledad Loaeza, “Tú conmemoras, ellos conmemoran, ¿nosotros conmemoramos?”, nexos, enero 2009.
9 Luis Medina Peña, “Las dos patrias”, nexos, septiembre 2009.
10 Véase el análisis de Roberto Breña, “Historia compleja, festejo simple”, nexos, septiembre 2009, pp. 38-42.
11 Roberto Breña, “Historia compleja, festejo simple”, p. 40.
12 Jean Meyer, “¿Qué hacer con el pasado?”, nexos, septiembre 2009, pp. 56-57.
13 Un ejemplo de la nueva historiografía de la Independencia puede verse en las siguientes revistas: 20/10. Memoria de la Revolución de México, primavera 2009; Historia Mexicana, Vol. LIX, núm. 2, octubre-diciembre, 2009; o en los libros de Roberto Breña, El primer liberalismo español  y los procesos de emancipación de América, 1808-1824, El Colegio de México, 2006; Alfredo Ávila, En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México, CIDE-Taurus, 2002; Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno: los Guadalupes en México, UNAM, 1992; Juan Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, Instituto Mora-El Colegio de México- Universidad Internacional de Andalucía, 1997; Rafael Rojas, La escritura de la Independencia, CIDE-Taurus, 2003; Jaime E. Rodríguez, La Independencia de la América Española, El Colegio de México-FCE, 2008. Otra aportación importante es la revisión puntual de las obras publicadas sobre este tema hecha por Antonio Annino y Rafael Rojas, La Independencia, CIDE-FCE, 2008. Este gran esfuerzo de revaloración y análisis del movimiento insurgente también está presente en los numerosos congresos, coloquios y seminarios realizados en diferentes partes del país entre 2008 y 2009, y en los anunciados para 2010. Igualmente numerosas son las publicaciones de las instituciones académicas y universidades de los estados de la federación.
14 La bibliografía más reciente sobre la extensa literatura que ha generado la Revolución de 1910 la debemos a Luis Barrón, Historias de la Revolución mexicana, CIDE-FCE, 2004. Se trata de una lectura obligada para los interesados en adentrarse en los diversos aspectos e interpretaciones del proceso revolucionario.
15 Según Arnaldo Córdova (Ideología de la Revolución Mexicana, Era, 1974, p. 247), en la Constitución de 1917 las demandas sociales por las que habían luchado campesinos, pueblos, trabajadores, anarquistas, reformadores sociales y revolucionarios, se transformaron en mandato legal, en principio fundamental del Estado de la Revolución: “La voluntad popular se había fijado en la Constitución, y de ésta había pasado al Estado, de manera que la voluntad del Estado era al mismo tiempo la voluntad del pueblo”.
16 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, 1959, p.134.
17 Mauricio Tenorio, Historia y celebración. México y sus centenarios, Tusquets Editores, 2009, p. 167.
18 Carlos Fuentes, prólogo al libro de John Mason Hart, El México revolucionario. Gestación y proceso de la Revolución Mexicana, Alianza Editorial Mexicana, 1990, p.13.
19 Luis Barrón, Historias de la Revolución Mexicana, pp. 72-73. La legitimidad que goza aún la Revolución mexicana ha sido estudiada por Friedrich Katz en sus ensayos comparativos con las revoluciones rusa y cubana. Véase, por ejemplo, “El papel de la violencia y el terror en las revoluciones mexicana y rusa”, en Nuevos ensayos mexicanos, Era, 2006, pp. 257-274. En este sentido, dice Alan Knight (“El gen vivo de un cuerpo muerto”, nexos, núm. 383, noviembre, 2009, pp. 25-26), “Quizá la mejor metáfora para concebir el significado actual de la Revolución Mexicana es biológica/genética: la Revolución dejó de constituir un organismo funcional hace décadas (en los cuarenta quizás), pero sus ideas y símbolos todavía circulan como materia genética disponible en el cuerpo político mexicano, donde podrían contribuir a la formación de nuevos organismos, adaptados a los muchos y difíciles retos del ambiente actual”.
20 Véanse, a este respecto, las sugerencias de Mauricio Tenorio, en Historia y celebración, caps. 5,7 y 9; y Héctor Aguilar Camín, La invención de México: Historia y cultura política en México 1810-1910, Planeta, 2008.
21 Tenorio, op. cit., pp. 151-153. Sobre la imposición de patrones culturales hegemónicos a culturas y naciones multiculturales, véase Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Paidós-UNAM, 1988; y Natividad Gutiérrez Chong, Mitos nacionalistas e identidades étnicas, Conaculta, 2001, entre muchos otros.
22 Luis Medina Peña (“Las dos historias patrias”, p.17) observa “que la desidia oficial ha alentado a estados, municipios y personas con conciencia patriótica a tomar cartas en el asunto […] Hoy hay más instancias organizando eventos que en cualquier momento de nuestra historia. La pluralidad salió ganando”.
23 Enrique Florescano, “Centenario de la Independencia”, en Imágenes de la Patria a través de los siglos, Taurus, 2006, pp. 215-238.
24 Javier Garciadiego (“¿Hacer memoria o pensar en el futuro?”, nexos, núm. 383, noviembre 2009, pp. 27-29), al comparar las conmemoraciones de 1910, 1921 y 1960 con las próximas de 2010, decía que estas últimas serán las primeras conmemoraciones multitonales, de modo que “será imposible lograr cualquier intento de uniformidad ideológica”.
25 Véase un recuento sumario de esos logros y del camino recorrido entre 1810 y los días actuales en la obra colectiva que firman Alfredo Ávila, Érika Pani, Aurora Gómez Galvarriato, José Antonio Aguilar Rivera y Soledad Loaeza, Arma la historia (coord. E. Florescano), Grijalbo, 2009.
26 Tenorio, op. cit.
27 Ibíd., pp. 53-54.
28 Ibíd., pp. 54-55.
29 Hace poco, en relación a la aprobación por el Congreso de la Ley de Ingresos decía Lorenzo Meyer: “En teoría el pago de impuestos debe hacerse, en primer lugar, como un deber moral del ciudadano: un acto de solidaridad con la comunidad, donde el que más tiene es el que más contribuye. Sin embargo, en México ese argumento es imposible de sostener. En primer lugar, por la ineficiencia y corrupción de las autoridades. En segundo lugar, porque la estructura impositiva misma es, al igual que la distribución del ingreso, un […] monumento a la falta de solidaridad colectiva.” “Política o quién consigue qué, cómo y cuándo”, Reforma, 5 de noviembre, 2009, p.15.
30 Tenorio, Historia y celebración, p.141. Los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión, se han distinguido por su falta de interés por promover el análisis y la discusión del sentido político de ambas efemérides.
31 En el periódico La Jornada varios articulistas han expresado la convicción de que las crisis y las políticas económicas han preparado las condiciones para un inminente estallido social. En días recientes, el doctor José Narro, rector de la UNAM, al referirse al deterioro económico y las reducciones presupuestales para las áreas de educación y cultura, expresó que el agravamiento de esa situación abría las puertas al estallido social.
32 Véanse, por ejemplo, las propuestas que suscribe Mauricio Tenorio en Historia y celebración, pp. 69-73, y el capítulo 10. Más recientemente, Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín, en franco desafío a la ortodoxia nacionalista, postulan que México debe romper con su pasado y unirse a América del Norte. Véase su ensayo “Un futuro para México”, nexos, núm. 383, noviembre 2009, pp. 34-49. En los hechos, el mundo está globalizado; si no nos incorporamos a esa realidad quedaremos en sus márgenes.
33 “La hazaña mayor de construcción (escribió Enrique Krauze en “Cómo conmemorar dos siglos”, Reforma, 19 de abril del 2009, p. 12) corresponde  —lo digo sin retórica alguna— a las mayorías silenciosas, a los pueblos de México. Es una construcción de convivencia y esfuerzo diario hecha, a menudo, a pesar de las elites rectoras. Esa construcción anónima debe estar en el centro de la conmemoración”.
34 Citado por Jean Meyer, op. cit., p.57.

Enrique Florescano. Historiador. Entre sus libros recientes: Atlas histórico de México (en colaboración con Francisco Eissa), Ensayos fundamentales, Los orígenes del poder en Mesoamérica.

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